Fragmento del ensayo de Fernando Ortiz, titulado: Los factores humanos de la cubanidad
Desde su prehistoria, a esta isla de Cuba han estado viniendo indios. Primeramente los más arcaicos, los ciboneyes, los guanajabibes, y después los taínos; y acaso algunos caribes en aventura; en el siglo XVI los caribes, los guajiros, los jíbaros, los macurijes, los taironas y otros indios continentales, víctimas de la esclavitud por los conquistadores; después, los indios de Yucatán y de México, que van entrando en Cuba como esclavos o soldados y figuran en nuestras historias locales como indios campechanos y guachinangos, hasta que en el siglo XIX, al acabarse la trata negrera, un gobernador de Yucatán vende indios de su tierra a los hacendados de Cuba, y hasta estos años del siglo presente cuando las convulsiones revolucionarias de las cercanas naciones continentales y la comunicación fácil por su vecindad nos han traído oleadas de expatriados políticos, no pocos de ellos con sangre aborigen. Desde 1492 arriban los blancos de Europa y ya no cesan de llegar. Si ya en las carabelas de Colón hubo castellanos, andaluces, catalanes, gallegos, vascos, judíos, italianos y algún inglés, ya no acabará en los siglos la entrada de mediterráneos, alpinos y nórdicos de las más apartadas procedencias.
Con los blancos de Diego Velázquez, y acaso antes, en los clandestinos cabotajes a la rapiña de indios, ya vinieron los negros. Con el blanco conquistador a caballo vino el negro de palafrenero, con el hacendado del azúcar vino el negro de la faena, y para la alegría cortesana santiaguera tuvo Pánfilo de Narváez a Guidela, un negro bufón. Y jamás ha cesado la fluencia étnica de gentes melánicas en Cuba; desde el África, durante siglos y como esclavos; luego desde las islas vecinas, sobre todo de Jamaica y de Haití, en aproximada servidumbre. En fin, por el siglo XIX, cuando hay que cerrar el torrente de la trata de negros, se abren arroyos de inmigrantes braceros, atados por indisolubles contratos de peonaje y procedentes de todas las razas, entre ellas la amarilla, con los culíes de Macao y Cantón. Y ha proseguido la inmigración mongoloide, ahora como comerciantes, pescadores, hortelanos y probablemente como espías, de muchos asiáticos de China y el Japón. Quizás ahora comprendemos mejor el sentido del tema: los factores humanos de la cubanidad. ¿Cuáles son los elementos humanos fundidos con la vida cubana para producir la cubanidad?
Los factores humanos de un pueblo suelen estudiarse de varias maneras: por sus razas componentes, por los episodios históricos de sus presencias, por las antecedencias alienígenas de sus indígenas instituciones y por las culturas injertas en la troncalidad propia; pero sobre todo y mejor, por el mismo proceso en virtud del cual los elementos nativos y los foráneos se van conjugando en un dado ambiente por sus linajes, necesidades, aspiraciones, medios, ideas, trabajos y peripecias, formando ese amestizamiento creador que es indispensable para caracterizar un nuevo pueblo con distintiva cultura.
Parece fácil clasificar los elementos humanos cruzados en Cuba por sus razas: cobrizos indios, blancos europeos, negros africanos y amarillos asiáticos. Las cuatro grandes razas vulgares se han abrazado, cruzado y recruzado en nuestra tierra en cría de generaciones. Cuba es uno de los pueblos más mezclados, mestizo de todas las progenituras. Y cada una de las llamadas grandes razas, al llegar a Cuba, ya es por sí una inextricable madeja de dispares ancestros. Acaso los indios fuesen los más homogéneos de linaje.
Los negros fueron sacados por la trata de todas las costas africanas y de sus regiones internas correspondientes; desde las playas de Mauritania por Senegambia, Guinea, Gabón, Congo y Angola, en el océano Atlántico, hasta los puertos de Zanzíbar y Mozambique, en el océano Índico. Y en las cargazones arribaron africanos de muy diversas razas melanoides, tanto que se da la sarcástica paradoja de que muchos de los negros que poblaron Cuba, como los congos o bantú por ejemplo, no pueden hoy ser tenidos por negros porque la ciencia antropológica lo tiene prohibido; y, por otra parte, no son raros los etnólogos que sostienen no haber en África grupo humano alguno que no tenga alguna mezcla de raza blanca.
¿Qué se dirá de los blancos, tan agriados ahora entre sí por cuestiones de razas, no solo por las naturales y admisibles por los antropólogos como términos de clasificación, sino por esas razas mitológicas y artificiales, creadas por los déspotas en delirio de barbarie para pretextar crueles iniquidades y egoístas depredaciones? ¿Qué diremos de esas razas germana, francesa, inglesa o italiana, que no existen sino en la fantasía de los que se empeñan en convertir un cambiadizo concepto de historia en un hereditario y fatal criterio de biología? ¿Qué diremos de esa misma raza española, que es pura ficción pero que se exalta oficialmente cada año el día 12 de octubre, el “día de la raza”, con sahumerios retóricos, tal como en La Habana celebran cada 16 de noviembre, con inciensos litúrgicos, el cristianizado mito pagano de un san Cristóbal que tampoco ha existido jamás? ¿Habrá acaso la milagrosa realidad de una raza en la grande y abigarrada nación vecina de Angloamérica, donde también se ha querido descubrir en su rebumbio de gentes y colores una raza elegida por Dios y con “un destino manifiesto”?
Sería fútil y erróneo estudiar los factores humanos de Cuba por sus razas. Aparte de lo convencional e indefinible de muchas categorías raciales, hay que reconocer su real insignificancia para la cubanidad, que no es sino una categoría de cultura. Para comprender el alma cubana no hay que estudiar las razas sino las culturas. En unas mismas razas hay culturas distintas; comparad el indio lucayo y el indio azteca, el blanco de España y el blanco de Escandinavia, el negro de Ampanga y el negro jamaicano, el amarillo de Cantón y el esquimal del Ártico. En una misma nivelación de cultura hay razas diversas; observad en Cuba cuán abigarrado es cualquiera de los partidos políticos, o esta misma concurrencia polícroma en nuestra querida universidad.
¿Cuáles son las culturas que se han ido fundiendo en Cuba? Toda la escala cultural que Europa pasó en más de cuatro milenios, en Cuba se ha experimentado en menos de cuatro siglos. Lo que allí fue subida por escalones, aquí ha sido progreso a saltos y sobresaltos, después que al correr del siglo XVI Cuba dejó de ser una de las grandes islas más perdidas del mundo y convirtióse en “llave de las Indias”, puesta en la encrucijada de las Américas, donde se cortejan y besan todos los pueblos y civilizaciones.
La primera cultura de Cuba fue la de los ciboneyes y guanajabibes, la cultura paleolítica. Nuestra arcaica edad de piedra; mejor, nuestra edad de piedra y palo; de piedras y maderas rústicas sin bruñir, y de conchas y espinas que eran como piedras y púas del mar. Cíba y cigua significan “piedra”, cibao la “serranía”; guana y cana significan “palma” y guanao y caonao los “palmares”. Los ciboneyes eran los hombres de los peñascales y cavernas; los guanajabibes eran los habitantes de las selvas donde reinaban las palmas. Parece confirmar esta teoría el hecho de que en la abrupta comarca oriental, única que tuvo el nombre de Cuba (y Cuba viene de ciba), la palma escasea, y parece más importada que autóctona.
La región central de Cuba se solía denominar Cubanacán, con vocablo traído de los indios. Y en la toponimia de la misma región conservamos otro de igual origen: siguanea. El primero de ambos vocablos quizás representase la región intermedia entre las sierras de Oriente (Giba o Cuba) y los saos, saonas o sabanas de la llanada, donde están la cana y el guano, exceptuando las montañas cavernosas de Trinidad, los cibaos, o sea la comarca de la sigua o la siguanea. Muy probablemente, ciboneyes, guanajabibes, y lucayos también, o sea los indios protocubanos, fueron todos unos mismos, distinguidos por geografía y no por su raza, ni por su cultura, que era igual: la cultura cubanacana, de ciba y cana, de cueverío y palmar. Poco nos queda de esa cultura en Cuba: algunos pedruzcos majadores; acaso el uso del bajareque para guarecemos y de la barbacoa para asar jutías, peces y tortugas; quizás el uso del cuero del manatí para hacer bastones y pegar cuerazos; y también, a buen seguro, el recuerdo de esas sartas de conchas y corales que lucen en nuestras playas las mujeres del día, bellas y desnudas como la mítica Guarina; y como esta, tan pintadas de rouge en los labios y mejillas, de noire en las cejas y ojeras, de polvos blancos en las caras, y de cremas en sus carnes visibles. Afeites son estos que ahora compran ellas con marcas de París sin pensar que ya los usaron, como bija roja, negra jagua, nacaradas cascarillas de concha y emoliente grasa de caguama, aquellas damas de la primera sociedad de Cuba, tan salvajes como distinguidas y tan cuidadosas como las civilizadas y elegantes de estos tiempos en la faena biosocial de realzar sus hermosuras. Quizás debamos también a esos protocubanos, habitadores de cíbaos y caonaos, los símbolos de la serranía y de la palma como emblemas de Cuba, los cuales se han ido transmitiendo las sucesivas culturas hasta pintarlos en nuestro escudo republicano. De todos modos, bien poco debemos a los ciboneyes y a los guanajabibes, a esa gente cubanacana.
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